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martes, 8 de octubre de 2013

Miguel Morey

ANTES ESTABA CLARO que sí existía ese Lugar al que peregrinar en pos de un renacimiento. Antes, buscamos el saber -con ahínco. Reconocíamos que nuestra experiencia de lo real presentaba numerosas deficiencias, que vivíamos demasiado sonámbulos todavía -como entre brumas. Pero veíamos con claridad qué necesitábamos saber para cerrar nuestra comprensión de lo real y mirarlo cara a cara -para comprender ese juego de todos los juegos que denominamos Mundo, su inteligibilidad última.

Y estudiamos, devoramos los más diversos itinerarios intelectuales, porque así era preciso. Leímos a Marx, porque necesitábamos comprender el engranaje secreto de las sociedades, tanto como a Freud, porque también necesitábamos entender los mecanismos ocultos de nuestros impulsos y nuestros afectos -y leímos a Nietzsche, también. Porque debíamos romper en mil pedazos la inútil educación recibida, sus estúpidos clichés y sus certezas bovinas que encorsetaban toda nuestra experiencia de lo real, limitándola, empobreciéndola -la condenada soga con la que nos amarraron de colegiales. Frecuentamos a los griegos arcaicos tanto como a los franceses posmodernos, y a Lenin y a Mao, y al Che Guevara, porque queríamos saber cómo era posible la revolución: cómo era posible acabar con el podrido orden burgués de una vez por todas -barrerlo, y comenzar a inventar de nuevo el pulso del pasar de cada día. Estudiamos la historia, nuestra historia: el surgimiento del espíritu burgués, los orígenes del capitalismo, la Guerra Civil -también las costumbres y las instituciones de las culturas primitivas, los pueblos sin historia. Peregrinamos sin cesar en pos del conocimiento, a través de un inmenso desierto de estupidez, de mixtificaciones, de filisteísmo. Nosotros mismos fuimos, en ocasiones sectarios, dogmáticos, pedantes -tratamos de imponer a la realidad modelos toscos y nada digeridos, teníamos prisa. Pero, aunque a menudo a ciegas y tal vez inútilmente, trabajamos duro. Los libros fueron durante tanto tiempo ese Santo Lugar, cuando existían lugares, cuando tenían ese modo de existir los libros -y ellos hasta tal punto que el General volcó sobre ellos un amplísimo manto de prohibiciones. Pero, en cierto modo, importaba poco. Alrededor de sus interdictos pronto se creó una secta de iniciados, una comunidad sin rostro ni nombre que hacía circular ese saber de mil modos. Cada nuevo libro, importado de tapadillo mal traducido, comprado, prestado, robado, leído sin pestañear o debatido en seminarios aproximadamente clandestinos, nos mostraba un poco más, un poco mejor, el rostro inteligible de lo real: era una ventana al Mundo, y a su increíble complejidad y belleza. Sí, antes estaba claro que sí existía ese lugar al que peregrinar en pos de un renacimiento -estaba claro.

Y lo buscamos sin descanso -como buscamos la belleza, y el amor también.


PEREGRINAMOS TAMBIÉN EN POS DEL AMOR. En pos de ese momento frágil y huidizo en el que la fecunda euforia todo lo ilumina, se anima el pugilato de los cuerpos y cada cosa se llena de sentido. Buscamos los momentos del amor porque también ellos eran ventana al Mundo, a algo como la inteligibilidad inmediata del sentido de lo que hay.

Y hubo que aprender a amar, costosamente siempre: luchar contra el temor a no ser reconocido por el otro, contra todas las épicas personales, contra el histrionismo del macho, contra el miedo a no saber amar, y las culpabilidades, las incriminaciones, las deudas, las revanchas -luchar contra dota la inmundicia sobre la que crece esa quebradiza flor de invierno que es el amor. Hubo que aprender a relacionarse a escondidas y por debajo de esas amarras que nos obligaban a reconocernos según arquetipos de lo masculino y lo femenino que los fascistas, los curas y los burgueses habían decretado eternos: que la mujer era la futura madre de nuestros hijos, de la raza de nuestras madres y nuestras hermanas, según querían inculcarnos a sangre y fuego en los Encierros Espirituales, y que las demás no eran sino putas, mujeres perdidas. Pero no, la mujer no era para nosotros, no podía ser, ese teatrillo de la casa de muñecas en el que Camelitos de Famosa alterna sus apariciones con Regañinas, Morritos, o Corajina, la pepona que, si le tocas la barriguita, siempre dice: toda la culpa es tuya, toda, toda... No, la mujer no era eso -porque la vida no era jugar a concinitas, a oficinitas, sino algo mucho más complejo, más terrible, más fascinante.

Buscamos el amor como ese momento de la verdad entrevisto en el lodazal de las mentiras que acarreamos y nos conforman -ese momento en el que la mujer es musgos de marinos, arcilla y canela, y un latido: el latido mismo de toda vida. Pero, para alcanzar esa esquirla de luz y sostenerla por un momento en el hueco de las manos fue preciso un duro aprendizaje: tuvimos que limarnos las yemas de los dedos hasta casi sangrar, como ladrones de joyas, para educar el tacto, para afinarlo; aprender a descubrir las cien minúsculas bellezas locales, puntuales, que habitan en un cuerpo, en todo cuerpo; aprender a acompasar durante unos instantes urgencias y perezas, enojos, ternuras, caprichos, e inercias; aprender a mirarnos en otros ojos sin horrorizarnos de vernos allí reconocidos -tuvimos incluso que aprender a desnudarnos.

Tuvimos que deseducarnos mucho, destrenzar la misma condenada soga, una y otra vez: huellas de una educación sentimental que, con la fuerza de algo como un destino, nos condenaba a un monocorde y reiterado jugar a papás y mamás para siempre. Y sobre todo, tuvimos que aprender a conjugar de mil modos todas las contradicciones entre el amor y la libertad -y nunca fue fácil. Pero no estábamos solos: éramos muchos, casi una secta de iniciados sin nombre ni rostro, quienes creíamos que era precisa la revolución sexual, que era preciso luchar contra las represiones, que ésta también era una lucha contra el General. E insistimos una y otra vez en ese juego en el que ciegos animales cálidos, temblorosos, se buscan, se reconocen súbitamente entre torpes tanteos, para, con lentitud, irse cerrando en un anillo de luz que transfigura toda cosa. Y sí, es cierto que cometimos muchas estupideces:unas veces fuimos demasiado pusilánimes, medrosos, tanto como otras nos complacimos en los arcaicos cinismos de la seducción y conquista -también pecamos de prepotencia, de estupidez. Fuimos asistentes tal vez en exceso entusiastas a las bodas de Don Perverso Polimorfo y Doña Función del Orgasmo, casi con la boca abierta: sí, sí, amor libre, sexualidad y lucha de clases. Demasiado a menudo hicimos el amor a la ligera, love and peace, sin pensarlo y con las manos sucias. Pero a despecho de tantos extravíos, antes estaba claro que el amor era también un Santo Lugar al que se debía peregrinar, por más duro que fuera el viaje. Aunque exigiera intentar un continuo ajuste de cuentas con uno mismo, aunque para ello tuviéramos que aprender a estar a solas y en paz con nosotros mismos.

[...]


NO, SIN DUDA NO ES UN RETO FÁCIL el de las nostalgias.

Pero, piénsalo un momento: ¿aceptarás sin pestañear, dentro de unos años, o lustros, que hoy nosotros somos ellos, los que tenemos el poder -llegarás incluso a reconocerte mañana en los yuppies o en los marginados de los que se habla hoy? ¿O es que ya vives tu pulso de hoy anticipando este reconocimiento, miserable? ¿Cantaremos mañana como nuestras aventuras más íntimas, eso en lo que hemos estado ocupados estos tiempos, las gestas de la transición, la democracia, o tal o cual reforma administrativa?

Por Dios, qué parodia.

¿Llegaremos también a colectivizar entonces nuestros desasosiegos, nuestros tedios de hoy en una historia tan redonda: olvidarás este viaje a Santiago y sus inquietos cabrilleos -y tantos viajes como éste que son el precio doloroso de tu sensatez?

Es muy posible que sí.

Sabes de sobra que la lucidez, como la belleza o la eternidad es la virtud de un momento, que no puede durar, que nada puede durar, que todo es inhabitable: como los honguitos de Oaxaca, como el amor, todo es flor de un día y crece sobre la inmundicia, sobre una abyecta bosta de mentiras.

Nada dura pero todo insiste: ni siquiera Dios murió de una vez por todas en el siglo XIX, por más que Nietzsche celebrara sus funerales -para ti murió en los aledaños de los años sesenta, como para tantos otros.

Y ni siquiera entonces acabó de morir del todo.

Muere un poco cada día: como cada día es, para ti, un fin del Mundo, el fin de algún Mundo.





En: Camino de Santiago. Ed. Circulo de Lectores. 


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