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miércoles, 5 de febrero de 2014

Juan José Arreola

                                                  EVA

Él la perseguía a través de la biblioteca entre mesas, sillas y facistoles. Ella se escapaba hablando de los derechos de la mujer, infinitamente violados. Cinco mil años absurdos los separaban. Durante cinco mil años ella había sido inexorablemente vejada, postergada, reducida a la esclavitud. Él trataba de justificarse por medio de una rápida y fragmentaria alabanza personal, dicha con frases entrecortadas y trémulos ademanes.

En vano buscaba él los textos que podían dar apoyo a sus teorías. La biblioteca, especializada en literatura española de los siglos XVI y XVII, era un dilatado arsenal enemigo, que glosaba el concepto del honor y algunas atrocidades por el estilo.

El joven citaba infatigablemente a J. J. Bachofen, el sabio que todas las mujeres debían leer, porque les ha devuelto la grandeza de su papel en la prehistoria. Si sus libros hubieran estado a mano, él habría puesto a la muchacha ante el cuadro de aquella civilización oscura, regida por la mujer cuando la tierra tenía en todas partes una recóndita humedad de entraña y el hombre trataba de alzarse de ella en palafitos.

Pero a la muchacha todas estas cosas la dejaban fría. Aquel período matriarcal, por desgracia no histórico y apenas comprobable, parecía aumentar su resentimiento. Se escapaba siempre de anaquel en anaquel, subía a veces a las escalerillas y abrumaba al joven bajo una lluvia de denuestos. Afortunadamente, en la derrota, algo acudió en auxilio del joven. Se acordó de pronto de Heinz Wölpe. Su voz adquirió citando a este autor un nuevo y poderoso acento.

«En el principio sólo había un sexo, evidentemente femenino, que se reproducía automáticamente. Un ser mediocre comenzó a surgir en forma esporádica, llevando una vida precaria y estéril frente a la maternidad formidable. Sin embargo, poco a poco fue apropiándose ciertos órganos esenciales. Hubo un momento en que se hizo imprescindible. La mujer se dio cuenta, demasiado tarde, de que le faltaba ya la mitad de sus elementos y tuvo necesidad de buscarlos en el hombre, que fue hombre en virtud de esa separación progresista y de ese regreso accidental a su punto de origen.»

La tesis de Wölpe sedujo a la muchacha. Miró al joven con ternura. «El hombre es un hijo que se ha portado mal con su madre a través de toda la historia», dijo casi con lágrimas en los ojos.

Lo perdonó a él, perdonando a todos los hombres. Su mirada perdió resplandores, bajó los ojos como una madona. Su boca, endurecida antes por el desprecio, se hizo blanda y dulce como un fruto. Él sentía brotar de sus manos y de sus labios caricias mitológicas. Se acercó a Eva temblando y Eva no huyó.

Y allí en la biblioteca, en aquel escenario complicado y negativo, al pie de los volúmenes de conceptuosa literatura, se inició el episodio milenario, a semejanza de la vida en los palafitos.

FIN.

En Confabulario.

Gabriel García Márquez

XVI


Llovió cuatro años, once meses y dos días. Hubo épocas de llovizna en que todo el mundo se puso sus ropas de pontifical y se compuso una cara de convaleciente para celebrar la escampada, pero pronto se acostumbraron a interpretar las pausas como anuncios de recrudecimiento. Se desempedraba el cielo en unas tempestades de estropicio, y el norte mandaba unos huracanes que desportillaron techos y derribaron paredes, y desenterraron de raíz las últimas cepas de las plantaciones. Como ocurrió durante la peste del insomnio, que Úrsula se dio a recordar por aquellos días, la propia calamidad iba inspirando defensas contra el tedio. Aureliano Segundo fue uno de los que más hicieron para no dejarse vencer por la ociosidad. Había ido a la casa por algún asunto casual la noche en que el señor Brown convocó la tormenta, y Fernanda trató de auxiliarlo con un paraguas medio desvarillado que encontró en un armario. «No hace falta -dijo él-. Me quedo aquí hasta que escampe.» No era, por supuesto, un compromiso ineludible, pero estuvo a punto de cumplirlo al pie de la letra. Como su ropa estaba en casa de Petra Cotes, se quitaba cada tres días la que llevaba puesta, y esperaba en calzoncillos mientras la lavaban. Para no aburrirse, se entregó a la tarea de componer los numerosos desperfectos de la casa. Ajustó bisagras, aceitó cerraduras, atornilló aldabas y niveló fallebas. Durante varios meses se le vio vagar con una caja de herramientas que debieron olvidar los gitanos en los tiempos de José Arcadio Buendía, y nadie supo si fue por la gimnasia involuntaria, por el tedio invernal o por la abstinencia obligada, que la panza se le fue desinflando poco a poco como un pellejo, y la cara de tortuga beatífica se le hizo menos sanguínea y menos protuberante la papada, hasta que todo él terminó por ser menos paquidérmico y pudo amarrarse otra vez los cordones de los zapatos. Viéndolo montar picaportes y desconectar relojes, Fernanda se preguntó si no estaría incurriendo también en el vicio de hacer para deshacer, como el coronel Aureliano Buendía con los pescaditos de oro, Amaranta con los botones y la mortaja, José Arcadio Segundo con los pergaminos y Úrsula con los recuerdos. Pero no era cierto. Lo malo era que la lluvia lo trastornaba todo, y las máquinas más áridas echaban flores por entre los engranajes si no se les aceitaba cada tres días, y se oxidaban los hilos de los brocados y le nacían algas de azafrán a la ropa mojada. La atmósfera era tan húmeda que los peces hubieran podido entrar por las puertas y salir por las ventanas, navegando en el aire de los aposentos. Una mañana despertó Úrsula sintiendo que se acababa en un soponcio de placidez, y ya había pedido que le llevaran al padre Antonio Isabel, aunque fuera en andas, cuando Santa Sofía de la Piedad descubrió que tenía la espalda adoquinada de sanguijuelas. Se las desprendieron una por una, achicharrándolas con tizones, antes de que terminaran de desangrarla. Fue necesario excavar canales para desaguar la casa, y desembarazarla de sapos y caracoles, de modo que pudieran secarse los pisos, quitar los ladrillos de las patas de las camas y caminar otra vez con zapatos. Entretenido con las múltiples minucias que reclamaban su atención, Aureliano Segundo no se dio cuenta de que se estaba volviendo viejo, hasta una tarde en que se encontró contemplando el atardecer prematuro desde un mecedor, y pensando en Petra Cotes sin estremecerse. No habría tenido ningún inconveniente en regresar al amor insípido de Fernanda, cuya belleza se había reposado con la madurez, pero la lluvia lo había puesto a salvo de toda emergencia pasional, y le había infundido la serenidad esponjosa de la inapetencia. Se divirtió pensando en las cosas que hubiera podido hacer en otro tiempo con aquella lluvia que ya iba para un año. Había sido uno de los primeros que llevaron láminas de cinc a Macondo, mucho antes de que la compañía bananera las pusiera de moda, sólo por techar con ellas el dormitorio de Petra Cotes y solazarse con la impresión de intimidad profunda que en aquella época le producía la crepitación de la lluvia. Pero hasta esos recuerdos locos de su juventud estrafalaria lo dejaban impávido, como si en la última parranda hubiera agotado sus cuotas de salacidad, y sólo le hubiera quedado el premio maravilloso de poder evocarlas sin amargura ni arrepentimientos. Hubiera podido pensarse que el diluvio le había dado la oportunidad de sentarse a reflexionar, y que el trajín de los alicates y las alcuzas le había despertado la añoranza tardía de tantos oficios útiles como hubiera podido hacer y no hizo en la vida, pero ni lo uno ni lo otro era cierto, porque la tentación de sedentarismo y domesticidad que lo andaba rondando no era fruto de la recapacitación ni el escarmiento. Le llegaba de mucho más lejos, desenterrada por el trinche de la lluvia, de los tiempos en que leía en el cuarto de Melquíades las prodigiosas fábulas de los tapices volantes y las ballenas que se alimentaban de barcos con tripulaciones. Fue por esos días que en un descuido de Fernanda apareció en el corredor el pequeño Aureliano, y su abuelo conoció el secreto de su identidad. Le cortó el pelo, lo vistió, le enseñó a perderle el miedo a la gente, y muy pronto se vio que era un legítimo Aureliano Buendía, con sus pómulos, altos, su mirada de asombro y su aire solitario. Para Fernanda fue un descanso. Hacía tiempo que había medido la magnitud de su soberbia, pero no encontraba cómo remediarla, porque mientras más pensaba en las soluciones, menos racionales le parecían. De haber sabido que Aureliano Segundo iba a tomar las cosas como las tomé, con una buena complacencia de abuelo, no le habría dado tantas vueltas ni tantos plazos, sino que desde el año anterior se hubiera liberado de la mortificación. Para Amaranta Úrsula, que ya había mudado los dientes, el sobrino fue como un juguete escurridizo que la consoló del tedio de la lluvia. Aureliano Segundo se acordó entonces de la enciclopedia inglesa que nadie había vuelto a tocar en el antiguo dormitorio de Meme. Empezó por mostrarles las láminas a los niños, en especial las de animales, y más tarde los mapas y las fotografías de países remotos y personajes célebres. Como no sabía inglés, y como apenas podía distinguir las ciudades más conocidas y las personalidades más corrientes, se dio a inventar nombres y leyendas para satisfacer la curiosidad insaciable de los niños. 

En Cien años de Soledad