_

miércoles, 5 de febrero de 2014

Juan José Arreola

                                                  EVA

Él la perseguía a través de la biblioteca entre mesas, sillas y facistoles. Ella se escapaba hablando de los derechos de la mujer, infinitamente violados. Cinco mil años absurdos los separaban. Durante cinco mil años ella había sido inexorablemente vejada, postergada, reducida a la esclavitud. Él trataba de justificarse por medio de una rápida y fragmentaria alabanza personal, dicha con frases entrecortadas y trémulos ademanes.

En vano buscaba él los textos que podían dar apoyo a sus teorías. La biblioteca, especializada en literatura española de los siglos XVI y XVII, era un dilatado arsenal enemigo, que glosaba el concepto del honor y algunas atrocidades por el estilo.

El joven citaba infatigablemente a J. J. Bachofen, el sabio que todas las mujeres debían leer, porque les ha devuelto la grandeza de su papel en la prehistoria. Si sus libros hubieran estado a mano, él habría puesto a la muchacha ante el cuadro de aquella civilización oscura, regida por la mujer cuando la tierra tenía en todas partes una recóndita humedad de entraña y el hombre trataba de alzarse de ella en palafitos.

Pero a la muchacha todas estas cosas la dejaban fría. Aquel período matriarcal, por desgracia no histórico y apenas comprobable, parecía aumentar su resentimiento. Se escapaba siempre de anaquel en anaquel, subía a veces a las escalerillas y abrumaba al joven bajo una lluvia de denuestos. Afortunadamente, en la derrota, algo acudió en auxilio del joven. Se acordó de pronto de Heinz Wölpe. Su voz adquirió citando a este autor un nuevo y poderoso acento.

«En el principio sólo había un sexo, evidentemente femenino, que se reproducía automáticamente. Un ser mediocre comenzó a surgir en forma esporádica, llevando una vida precaria y estéril frente a la maternidad formidable. Sin embargo, poco a poco fue apropiándose ciertos órganos esenciales. Hubo un momento en que se hizo imprescindible. La mujer se dio cuenta, demasiado tarde, de que le faltaba ya la mitad de sus elementos y tuvo necesidad de buscarlos en el hombre, que fue hombre en virtud de esa separación progresista y de ese regreso accidental a su punto de origen.»

La tesis de Wölpe sedujo a la muchacha. Miró al joven con ternura. «El hombre es un hijo que se ha portado mal con su madre a través de toda la historia», dijo casi con lágrimas en los ojos.

Lo perdonó a él, perdonando a todos los hombres. Su mirada perdió resplandores, bajó los ojos como una madona. Su boca, endurecida antes por el desprecio, se hizo blanda y dulce como un fruto. Él sentía brotar de sus manos y de sus labios caricias mitológicas. Se acercó a Eva temblando y Eva no huyó.

Y allí en la biblioteca, en aquel escenario complicado y negativo, al pie de los volúmenes de conceptuosa literatura, se inició el episodio milenario, a semejanza de la vida en los palafitos.

FIN.

En Confabulario.

Gabriel García Márquez

XVI


Llovió cuatro años, once meses y dos días. Hubo épocas de llovizna en que todo el mundo se puso sus ropas de pontifical y se compuso una cara de convaleciente para celebrar la escampada, pero pronto se acostumbraron a interpretar las pausas como anuncios de recrudecimiento. Se desempedraba el cielo en unas tempestades de estropicio, y el norte mandaba unos huracanes que desportillaron techos y derribaron paredes, y desenterraron de raíz las últimas cepas de las plantaciones. Como ocurrió durante la peste del insomnio, que Úrsula se dio a recordar por aquellos días, la propia calamidad iba inspirando defensas contra el tedio. Aureliano Segundo fue uno de los que más hicieron para no dejarse vencer por la ociosidad. Había ido a la casa por algún asunto casual la noche en que el señor Brown convocó la tormenta, y Fernanda trató de auxiliarlo con un paraguas medio desvarillado que encontró en un armario. «No hace falta -dijo él-. Me quedo aquí hasta que escampe.» No era, por supuesto, un compromiso ineludible, pero estuvo a punto de cumplirlo al pie de la letra. Como su ropa estaba en casa de Petra Cotes, se quitaba cada tres días la que llevaba puesta, y esperaba en calzoncillos mientras la lavaban. Para no aburrirse, se entregó a la tarea de componer los numerosos desperfectos de la casa. Ajustó bisagras, aceitó cerraduras, atornilló aldabas y niveló fallebas. Durante varios meses se le vio vagar con una caja de herramientas que debieron olvidar los gitanos en los tiempos de José Arcadio Buendía, y nadie supo si fue por la gimnasia involuntaria, por el tedio invernal o por la abstinencia obligada, que la panza se le fue desinflando poco a poco como un pellejo, y la cara de tortuga beatífica se le hizo menos sanguínea y menos protuberante la papada, hasta que todo él terminó por ser menos paquidérmico y pudo amarrarse otra vez los cordones de los zapatos. Viéndolo montar picaportes y desconectar relojes, Fernanda se preguntó si no estaría incurriendo también en el vicio de hacer para deshacer, como el coronel Aureliano Buendía con los pescaditos de oro, Amaranta con los botones y la mortaja, José Arcadio Segundo con los pergaminos y Úrsula con los recuerdos. Pero no era cierto. Lo malo era que la lluvia lo trastornaba todo, y las máquinas más áridas echaban flores por entre los engranajes si no se les aceitaba cada tres días, y se oxidaban los hilos de los brocados y le nacían algas de azafrán a la ropa mojada. La atmósfera era tan húmeda que los peces hubieran podido entrar por las puertas y salir por las ventanas, navegando en el aire de los aposentos. Una mañana despertó Úrsula sintiendo que se acababa en un soponcio de placidez, y ya había pedido que le llevaran al padre Antonio Isabel, aunque fuera en andas, cuando Santa Sofía de la Piedad descubrió que tenía la espalda adoquinada de sanguijuelas. Se las desprendieron una por una, achicharrándolas con tizones, antes de que terminaran de desangrarla. Fue necesario excavar canales para desaguar la casa, y desembarazarla de sapos y caracoles, de modo que pudieran secarse los pisos, quitar los ladrillos de las patas de las camas y caminar otra vez con zapatos. Entretenido con las múltiples minucias que reclamaban su atención, Aureliano Segundo no se dio cuenta de que se estaba volviendo viejo, hasta una tarde en que se encontró contemplando el atardecer prematuro desde un mecedor, y pensando en Petra Cotes sin estremecerse. No habría tenido ningún inconveniente en regresar al amor insípido de Fernanda, cuya belleza se había reposado con la madurez, pero la lluvia lo había puesto a salvo de toda emergencia pasional, y le había infundido la serenidad esponjosa de la inapetencia. Se divirtió pensando en las cosas que hubiera podido hacer en otro tiempo con aquella lluvia que ya iba para un año. Había sido uno de los primeros que llevaron láminas de cinc a Macondo, mucho antes de que la compañía bananera las pusiera de moda, sólo por techar con ellas el dormitorio de Petra Cotes y solazarse con la impresión de intimidad profunda que en aquella época le producía la crepitación de la lluvia. Pero hasta esos recuerdos locos de su juventud estrafalaria lo dejaban impávido, como si en la última parranda hubiera agotado sus cuotas de salacidad, y sólo le hubiera quedado el premio maravilloso de poder evocarlas sin amargura ni arrepentimientos. Hubiera podido pensarse que el diluvio le había dado la oportunidad de sentarse a reflexionar, y que el trajín de los alicates y las alcuzas le había despertado la añoranza tardía de tantos oficios útiles como hubiera podido hacer y no hizo en la vida, pero ni lo uno ni lo otro era cierto, porque la tentación de sedentarismo y domesticidad que lo andaba rondando no era fruto de la recapacitación ni el escarmiento. Le llegaba de mucho más lejos, desenterrada por el trinche de la lluvia, de los tiempos en que leía en el cuarto de Melquíades las prodigiosas fábulas de los tapices volantes y las ballenas que se alimentaban de barcos con tripulaciones. Fue por esos días que en un descuido de Fernanda apareció en el corredor el pequeño Aureliano, y su abuelo conoció el secreto de su identidad. Le cortó el pelo, lo vistió, le enseñó a perderle el miedo a la gente, y muy pronto se vio que era un legítimo Aureliano Buendía, con sus pómulos, altos, su mirada de asombro y su aire solitario. Para Fernanda fue un descanso. Hacía tiempo que había medido la magnitud de su soberbia, pero no encontraba cómo remediarla, porque mientras más pensaba en las soluciones, menos racionales le parecían. De haber sabido que Aureliano Segundo iba a tomar las cosas como las tomé, con una buena complacencia de abuelo, no le habría dado tantas vueltas ni tantos plazos, sino que desde el año anterior se hubiera liberado de la mortificación. Para Amaranta Úrsula, que ya había mudado los dientes, el sobrino fue como un juguete escurridizo que la consoló del tedio de la lluvia. Aureliano Segundo se acordó entonces de la enciclopedia inglesa que nadie había vuelto a tocar en el antiguo dormitorio de Meme. Empezó por mostrarles las láminas a los niños, en especial las de animales, y más tarde los mapas y las fotografías de países remotos y personajes célebres. Como no sabía inglés, y como apenas podía distinguir las ciudades más conocidas y las personalidades más corrientes, se dio a inventar nombres y leyendas para satisfacer la curiosidad insaciable de los niños. 

En Cien años de Soledad

martes, 17 de diciembre de 2013

Roberto Bolaño.


PRÓLOGO
CONSEJOS SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS

Como ya tengo cuarentaicuatro años, voy a dar algunos consejos sobre el arte de escribir cuentos. 1) Nunca aborde los cuentos de uno en uno. Si uno aborda los cuentos de uno en uno, honestamente, uno puede estar escribiendo el mismo cuento hasta el día de su muerte. 2) Lo mejor es escribir los cuentos de tres en tres, o de cinco en cinco. Si se ve con energía suficiente, escríbalos de nueve en nueve o de quince en quince. 3) Cuidado: la tentación de escribirlos de dos en dos es tan peligrosa como dedicarse a escribirlos de uno en uno, y además lleva en su interior el juego más bien pegajoso de los espejos amantes: una doble imagen que produce melancolía. 4) Hay que leer a Quiroga, hay que leer a Felisberto Hernández y hay que leer a Borges. Hay que leer a Rulfo y a Monterroso. Un cuentista que tenga un poco de aprecio por su obra no leerá jamás a Cela ni a Umbral. Sí que leerá a Cortázar y a Bioy Casares, pero en modo alguno a Cela y Umbral. 5) Lo repito una vez más por si no ha quedado claro: a Cela y a Umbral, ni en pintura. 6) Un cuentista debe ser valiente. Es triste reconocerlo pero es así. 7) Los cuentistas suelen jactarse de haber leído a Petrus Borel. De hecho, es notorio que muchos cuentistas intentaran imitar a Petrus Borel. Gran error: ¡deberían imitar a Petrus Borel en el vestir! ¡Pero la verdad es que de Petrus Borel apenas saben nada! ¡Ni de Gautier, ni de Nerval! 8) Lleguemos a un acuerdo. Lean a Petrus Borel, vístanse com Petrus Borel, pero lean también a Jules Renard y a Marcel Schwob, sobre todo lean a Marcel Schwob y de éste pasen a Alfonso Reyes y de ahí a Borges. 9) La verdad de la verdad es que con Edgar Allan Poe todos tendríamos de sobra. 10) Piensen en el punto número nueve. Piensen y reflexionen. Aún están a tiempo. Uno debe pensar en el nueve. De ser posible de rodillas. 11) Libros y autores altamente recomendables: De lo sublime, el Seudo Longino; los sonetos del desdichado y valiente Philip Sidney, cuya  biografía escribió Lord Brooke; La antología de Spoon River, de Edgar Lee Masters; Suicidios ejemplares, de Enrique Vila-Matas, y Mientras ellas duermen, de Javier Marías. 12) Lean estos libros y lean también a Chéjov y a Raymond Carver, uno de los dos es el mejor cuentista que ha dado este siglo. 


Roberto Bolaño. Cuentos. Ed. Anagrama.

lunes, 21 de octubre de 2013

Milan Kundera


15

Por su rechazo del sistema Nietzsche cambia a fondo la manera de filosofar: tal como lo definió Hannah Arendt, el pensamiento de Nietzsche es un pensamiento experimental. Su primer impulso es el de corroer lo que está inmovilizado, socavar sistemas comúnmente aceptados, abrir brechas para aventurarse en lo desconocido; el filósofo del porvenir será un experimentador, dice Nietzsche; libre de ir en distintas direcciones que pueden, en rigor, oponerse.

Si soy partidario de una fuerte presencia del pensar en la novela eso no quiere decir que me guste lo que suele llamarse "novela filosófica", esa servidumbre de la novela a una filosofía, esa "puesta en narración" de las ideas morales o políticas. El pensamiento auténticamente novelesco (tal como lo ha conocido la novela desde Rabelais) siempre es asistemático; indisciplinado; está próximo al de Nietzsche; es experimental; fuerza brechas en todos los sistemas de ideas que nos rodean; examina (en particular por mediación de los personajes) todos los caminos de reflexión procurando llegar hasta el final de cada uno de ellos.

Acerca del pensamiento sistemático, una cosa más: quien piensa es automáticamente arrastrado a sistematizar; es su eterna tentación (incluso la mía, e incluso durante la escritura de este libro): tentación de describir todas las consecuencias de sus ideas; de prever todas las objeciones y de rechazarlas de antemano; de atrincherar así sus ideas. Ahora bien, el que piensa no debe esforzarse por persuadir a los demás de su verdad; en tal caso se encontraría en el camino de un sistema; en el lamentable camino de "el hombre de convicciones"; a algunos hombres políticos les gusta calificarse así; pero ¿qué es una convicción? Es un pensamiento que se ha detenido, que está inmovilizado, y "el hombre de convicciones" es un hombre limitado; el pensamiento experimental no desea persuadir sino inspirar; inspirar otro pensamiento, poner en marcha el pensamiento; por eso un novelista debe sistemáticamente desistematizar su pensamiento, dar patadas a la barricada que él mismo ha levantado alrededor de sus ideas.

En: Sexta parte. Obras y Arañas. Los testamentos traicionados. Fábula Tusquets editores.

lunes, 14 de octubre de 2013

Haruki Murakami

10. Y EL TIEMPO, QUE NO PARA

   Densas tinieblas se me infiltraron por el oído, con fluidez de aceite. Alguien trataba de romper la helada tierra con un inmenso martillo. El martillo golpeó ocho veces exactamente, pero la tierra no se rompía. Apenas se le abrieron algunas grietas.
   Las ocho. Las ocho de la tarde; ya era de noche.
   Me despertó una sacudida de mi cabeza. Tenía el cuerpo acorchado, y la cabeza me dolía.          
   Alguien, al parecer, me había echado en una coctelera con hielo, donde me había agitado a lo loco. Nada hay tan desagradable como despertarse en plenas tinieblas. Uno se siente como teniendo que volver a poner en pie todo desde el principio. A poco de despertarse, la primera sensación es de que está uno viviendo alguna vida que no es ciertamente la suya propia. Hasta que esa vivencia entra en engranaje con la vida propia, pasa cantidad de tiempo. Contemplar la vida propia como ajena es de lo más insólito. Llega a parecer mentira el hecho mismo de que quien está pasando por eso siga con vida.
   Me lavé la cara, valiéndome del grifo de la cocina. Y a continuación, me bebí un par de vasos de agua. El agua estaba fría como el hielo, pero aun así no se llevó el ardor de mi cara. Me volví a sentar en el sofá, y en plenas tinieblas y pleno silencio fui recogiendo poco a poco los pedazos de mi vida. No es que se recogiera gran cosa, pero ésa, al menos, era mi vida. Entonces, fui volviendo con clama a mi ser propio. Lo de que yo sea yo mismo me resulta inexplicable de cara a los demás; aparte de que, ¿a quién le va a interesar el tema?
   Me sentía observado por alguien, aunque tampoco le di mayor importancia al hecho. Cuando te encuentras solo y aislado en una gran habitación, es la sensación que sueles tener.
   Traté de pensar en las células. Como mi mujer había dicho, a fin de cuentas no hay nada que se pierda. Incluso uno mismo sigue ese camino. Presioné tentativamente mi mejilla con la palma de mi mano. Mi propia cara, que yo palpaba en medio de las tinieblas con el cuenco de la mano, no la sentía como mi cara. Era la cara de otro, que había adoptado la forma de la mía. Incluso la memoria me traicionaba. Los nombres de todo lo imaginable se disolvían absorbidos por las tinieblas.
   En plena oscuridad, resonó la campanada de las ocho y media. La nieve había cesado de caer, aunque las densas nubes de siempre velaban el cielo. La negrura era cerrada. Estuve mucho rato hundido en el sofá, mordiéndome las uñas. Ni siquiera alcanzaba a verme las manos. Como la estufa estaba apagada, en la habitación hacía un frío glacial. Me arrebujé en la manta y miré, com sin pretenderlo, tinieblas adentro. Me encontré agazapado en el fondo de un insondable pozo.
   Pasó el tiempo. Corpúsculos de tiniebla configuraban diseños maravillosos en mi retina. Los diseños así formados se desmoronaban al poco tiempo sin ruido, para dar paso a nuevos diseños. Sólo las tinieblas deslizándose, como mercurio, por el espacio tranquilo.
   Frené el curso de mis pensamientos y dejé fluir el tiempo. El tiempo seguía arrastrándome en su flujo. Nuevas tinieblas venían a dibujar nuevos diseños.
   El reloj dio las nueve. Al desvanecerse lentamente en la oscuridad la novena campanada, el silencio se precipitó a colmar la grieta.

En: Cap. VIII. La caza del carnero salvaje (III). La caza del carnero salvaje.


martes, 8 de octubre de 2013

Walter Benjamin

V. BAUDELAIRE O LAS CALLES DE PARIS.

"Facilis descensus Averno"
VIRGILIO, Eneida

Lo extraordinario en la poesía de Baudelaire es que las imágenes de la mujer y de la muerte se entrelazan en una tercera, la de París. El París de sus poemas es una ciudad hundida, más bien bajo el mar que bajo la tierra. Los elementos ctónicos de la ciudad -su formación topográfica, la vieja cuenca abandonada del Sena- encontraron en Baudelaire una impronta. Pero lo decisivo en el "idilio mortuorio" de la ciudad en Baudelaire es su sustrato social, moderno. Lo moderno es uno de los acentos principales de su poesía. Con el spleen parte en dos el ideal ("Spleen et idéal"). Pero es precisamente la modernidad la que cita la protohistoria. Esto ocurre a través de la ambigüedad propia de la situación social y del producto de esta época. La ambigüedad es la aparición en imagen de la dialéctica, la ley dialéctica detenida. Esta detención es utopía; de ahí que la imagen dialéctica sea imagen onírica. Una imagen semejante presenta la mercancía como tal: como fetiche. Una imagen semejante presenta los pasajes, que son tanto casa como calle. Una imagen semejante presenta la prostituta, que es vendedora y mercancía al mismo tiempo.


VI. HAUSSMANN O LAS BARRICADAS.

"Sigo el culto de lo bello, del bien, de las grandes cosas,
de la bella naturaleza que inspira al gran arte,
cuando encata el oído o cuando hechiza la mirada;
Siento el amor de la primavera en flor: mujeres y rosas!"
Baron Haussmann, Confession d'un lion devenu vieux

"El reino de las flores de la decoración,
el encanto del paisaje, de la construcción
y todos los efectos de la escena se basan
solo en la ley de la perspectiva, que basta".
Franz Böhle, Theater-Katechismus, Múnich, p.74.

El ideal urbanístico de Haussmann consistía en las perspectivas de largas calles alineadas. Esto corresponde a la tendencia de ennoblecer las necesidades técnicas a través de objetivos artísticos, que se hace evidente durante el siglo XIX. Los centros de dominio mundano y espiritual de la burguesía, engastados en el marco de las calles principales, encontrarán allí su apoteosis; las calles principales se cubrían con un paño antes de estar terminadas y eran descubiertas como los monumentos. La actividad de Haussmann se encuadra en el imperialismo napoleónico, que favorece el capital financiero. París vive un apogeo de la especulación. El juego en la Bolsa pasa a ocupar el lugar de ocupaban las formas de juego de azar heredadas de la sociedad feudal. A las fantasmagorías del espacio, a las que se entrega el flâneur, corresponden las fantasmagorías del tiempo, donde se abisma el jugador. El juego convierte el tiempo en una droga. Lafargue explica el juego como réplica de los misterios de la coyuntura económica en miniatura. Las expropiaciones de Haussmann inician las especulaciones fraudulentas. La jurisprudencia de la Corte de casación, inspirada por la oposición burguesa y orleanista, incrementa el riesgo financiero de la haussmanización. 

Haussmann intenta sostener su dictadura poniendo a París bajo un régimen de excepción. En 1864, durante un discurso ante la asamblea, expresa en palabras su odio contra la población desarraigada de la gran ciudad. Por sus emprendimientos, esta población se va incrementando cada vez más. El aumento de los precios de los alquileres empuja al proletariado hacia los faubourgs. Los quartiers de París pierden así su fisionomía propia. Surge el ceinture rojo. Haussmann se dio a sí mismo el nombre de "artiste démolisseur". Se sentía llamado a una obra, hecho que subraya en sus memorias. Pero así aliena a los parisinos de su propia ciudad, que ya no se sienten allí en casa. Comienzan a tomar conciencia del carácter inhumano de la gran ciudad. Paris, la obra monumental de Maxime Du Camp, debe a esta toma de conciencia su surgimiento. Las Jérémiades d'un Haussmannisé le dan la forma de un lamento bíblico.
El verdadero objetivo de los trabajos de Hussmann era asegurar la ciudad contra las guerras civiles. Lo que quería era evitar para siempre que pudieran levantarse barricadas en París. Con esta misma intención, Luis Felipe había introducido el adoquinado de madera. Sin embargo, las barricadas jugaron cierto rol en la revolución de Febrero. Engels habló de la táctica de las luchas de barricada. Y Haussmann quería impedir estas tácticas de dos maneras: el ancho de las calles las haría imposibles, y nuevos trazos de calles debían crear el camino más corto entre los cuarteles y los barrios de trabajadores. Los contemporáneos llamaron al proyecto "l'embellissemnt stratégique".



En: El paris de Baudelaire. París, capital del siglo XIX (1935)






Miguel Morey

ANTES ESTABA CLARO que sí existía ese Lugar al que peregrinar en pos de un renacimiento. Antes, buscamos el saber -con ahínco. Reconocíamos que nuestra experiencia de lo real presentaba numerosas deficiencias, que vivíamos demasiado sonámbulos todavía -como entre brumas. Pero veíamos con claridad qué necesitábamos saber para cerrar nuestra comprensión de lo real y mirarlo cara a cara -para comprender ese juego de todos los juegos que denominamos Mundo, su inteligibilidad última.

Y estudiamos, devoramos los más diversos itinerarios intelectuales, porque así era preciso. Leímos a Marx, porque necesitábamos comprender el engranaje secreto de las sociedades, tanto como a Freud, porque también necesitábamos entender los mecanismos ocultos de nuestros impulsos y nuestros afectos -y leímos a Nietzsche, también. Porque debíamos romper en mil pedazos la inútil educación recibida, sus estúpidos clichés y sus certezas bovinas que encorsetaban toda nuestra experiencia de lo real, limitándola, empobreciéndola -la condenada soga con la que nos amarraron de colegiales. Frecuentamos a los griegos arcaicos tanto como a los franceses posmodernos, y a Lenin y a Mao, y al Che Guevara, porque queríamos saber cómo era posible la revolución: cómo era posible acabar con el podrido orden burgués de una vez por todas -barrerlo, y comenzar a inventar de nuevo el pulso del pasar de cada día. Estudiamos la historia, nuestra historia: el surgimiento del espíritu burgués, los orígenes del capitalismo, la Guerra Civil -también las costumbres y las instituciones de las culturas primitivas, los pueblos sin historia. Peregrinamos sin cesar en pos del conocimiento, a través de un inmenso desierto de estupidez, de mixtificaciones, de filisteísmo. Nosotros mismos fuimos, en ocasiones sectarios, dogmáticos, pedantes -tratamos de imponer a la realidad modelos toscos y nada digeridos, teníamos prisa. Pero, aunque a menudo a ciegas y tal vez inútilmente, trabajamos duro. Los libros fueron durante tanto tiempo ese Santo Lugar, cuando existían lugares, cuando tenían ese modo de existir los libros -y ellos hasta tal punto que el General volcó sobre ellos un amplísimo manto de prohibiciones. Pero, en cierto modo, importaba poco. Alrededor de sus interdictos pronto se creó una secta de iniciados, una comunidad sin rostro ni nombre que hacía circular ese saber de mil modos. Cada nuevo libro, importado de tapadillo mal traducido, comprado, prestado, robado, leído sin pestañear o debatido en seminarios aproximadamente clandestinos, nos mostraba un poco más, un poco mejor, el rostro inteligible de lo real: era una ventana al Mundo, y a su increíble complejidad y belleza. Sí, antes estaba claro que sí existía ese lugar al que peregrinar en pos de un renacimiento -estaba claro.

Y lo buscamos sin descanso -como buscamos la belleza, y el amor también.


PEREGRINAMOS TAMBIÉN EN POS DEL AMOR. En pos de ese momento frágil y huidizo en el que la fecunda euforia todo lo ilumina, se anima el pugilato de los cuerpos y cada cosa se llena de sentido. Buscamos los momentos del amor porque también ellos eran ventana al Mundo, a algo como la inteligibilidad inmediata del sentido de lo que hay.

Y hubo que aprender a amar, costosamente siempre: luchar contra el temor a no ser reconocido por el otro, contra todas las épicas personales, contra el histrionismo del macho, contra el miedo a no saber amar, y las culpabilidades, las incriminaciones, las deudas, las revanchas -luchar contra dota la inmundicia sobre la que crece esa quebradiza flor de invierno que es el amor. Hubo que aprender a relacionarse a escondidas y por debajo de esas amarras que nos obligaban a reconocernos según arquetipos de lo masculino y lo femenino que los fascistas, los curas y los burgueses habían decretado eternos: que la mujer era la futura madre de nuestros hijos, de la raza de nuestras madres y nuestras hermanas, según querían inculcarnos a sangre y fuego en los Encierros Espirituales, y que las demás no eran sino putas, mujeres perdidas. Pero no, la mujer no era para nosotros, no podía ser, ese teatrillo de la casa de muñecas en el que Camelitos de Famosa alterna sus apariciones con Regañinas, Morritos, o Corajina, la pepona que, si le tocas la barriguita, siempre dice: toda la culpa es tuya, toda, toda... No, la mujer no era eso -porque la vida no era jugar a concinitas, a oficinitas, sino algo mucho más complejo, más terrible, más fascinante.

Buscamos el amor como ese momento de la verdad entrevisto en el lodazal de las mentiras que acarreamos y nos conforman -ese momento en el que la mujer es musgos de marinos, arcilla y canela, y un latido: el latido mismo de toda vida. Pero, para alcanzar esa esquirla de luz y sostenerla por un momento en el hueco de las manos fue preciso un duro aprendizaje: tuvimos que limarnos las yemas de los dedos hasta casi sangrar, como ladrones de joyas, para educar el tacto, para afinarlo; aprender a descubrir las cien minúsculas bellezas locales, puntuales, que habitan en un cuerpo, en todo cuerpo; aprender a acompasar durante unos instantes urgencias y perezas, enojos, ternuras, caprichos, e inercias; aprender a mirarnos en otros ojos sin horrorizarnos de vernos allí reconocidos -tuvimos incluso que aprender a desnudarnos.

Tuvimos que deseducarnos mucho, destrenzar la misma condenada soga, una y otra vez: huellas de una educación sentimental que, con la fuerza de algo como un destino, nos condenaba a un monocorde y reiterado jugar a papás y mamás para siempre. Y sobre todo, tuvimos que aprender a conjugar de mil modos todas las contradicciones entre el amor y la libertad -y nunca fue fácil. Pero no estábamos solos: éramos muchos, casi una secta de iniciados sin nombre ni rostro, quienes creíamos que era precisa la revolución sexual, que era preciso luchar contra las represiones, que ésta también era una lucha contra el General. E insistimos una y otra vez en ese juego en el que ciegos animales cálidos, temblorosos, se buscan, se reconocen súbitamente entre torpes tanteos, para, con lentitud, irse cerrando en un anillo de luz que transfigura toda cosa. Y sí, es cierto que cometimos muchas estupideces:unas veces fuimos demasiado pusilánimes, medrosos, tanto como otras nos complacimos en los arcaicos cinismos de la seducción y conquista -también pecamos de prepotencia, de estupidez. Fuimos asistentes tal vez en exceso entusiastas a las bodas de Don Perverso Polimorfo y Doña Función del Orgasmo, casi con la boca abierta: sí, sí, amor libre, sexualidad y lucha de clases. Demasiado a menudo hicimos el amor a la ligera, love and peace, sin pensarlo y con las manos sucias. Pero a despecho de tantos extravíos, antes estaba claro que el amor era también un Santo Lugar al que se debía peregrinar, por más duro que fuera el viaje. Aunque exigiera intentar un continuo ajuste de cuentas con uno mismo, aunque para ello tuviéramos que aprender a estar a solas y en paz con nosotros mismos.

[...]


NO, SIN DUDA NO ES UN RETO FÁCIL el de las nostalgias.

Pero, piénsalo un momento: ¿aceptarás sin pestañear, dentro de unos años, o lustros, que hoy nosotros somos ellos, los que tenemos el poder -llegarás incluso a reconocerte mañana en los yuppies o en los marginados de los que se habla hoy? ¿O es que ya vives tu pulso de hoy anticipando este reconocimiento, miserable? ¿Cantaremos mañana como nuestras aventuras más íntimas, eso en lo que hemos estado ocupados estos tiempos, las gestas de la transición, la democracia, o tal o cual reforma administrativa?

Por Dios, qué parodia.

¿Llegaremos también a colectivizar entonces nuestros desasosiegos, nuestros tedios de hoy en una historia tan redonda: olvidarás este viaje a Santiago y sus inquietos cabrilleos -y tantos viajes como éste que son el precio doloroso de tu sensatez?

Es muy posible que sí.

Sabes de sobra que la lucidez, como la belleza o la eternidad es la virtud de un momento, que no puede durar, que nada puede durar, que todo es inhabitable: como los honguitos de Oaxaca, como el amor, todo es flor de un día y crece sobre la inmundicia, sobre una abyecta bosta de mentiras.

Nada dura pero todo insiste: ni siquiera Dios murió de una vez por todas en el siglo XIX, por más que Nietzsche celebrara sus funerales -para ti murió en los aledaños de los años sesenta, como para tantos otros.

Y ni siquiera entonces acabó de morir del todo.

Muere un poco cada día: como cada día es, para ti, un fin del Mundo, el fin de algún Mundo.





En: Camino de Santiago. Ed. Circulo de Lectores.