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lunes, 14 de octubre de 2013

Haruki Murakami

10. Y EL TIEMPO, QUE NO PARA

   Densas tinieblas se me infiltraron por el oído, con fluidez de aceite. Alguien trataba de romper la helada tierra con un inmenso martillo. El martillo golpeó ocho veces exactamente, pero la tierra no se rompía. Apenas se le abrieron algunas grietas.
   Las ocho. Las ocho de la tarde; ya era de noche.
   Me despertó una sacudida de mi cabeza. Tenía el cuerpo acorchado, y la cabeza me dolía.          
   Alguien, al parecer, me había echado en una coctelera con hielo, donde me había agitado a lo loco. Nada hay tan desagradable como despertarse en plenas tinieblas. Uno se siente como teniendo que volver a poner en pie todo desde el principio. A poco de despertarse, la primera sensación es de que está uno viviendo alguna vida que no es ciertamente la suya propia. Hasta que esa vivencia entra en engranaje con la vida propia, pasa cantidad de tiempo. Contemplar la vida propia como ajena es de lo más insólito. Llega a parecer mentira el hecho mismo de que quien está pasando por eso siga con vida.
   Me lavé la cara, valiéndome del grifo de la cocina. Y a continuación, me bebí un par de vasos de agua. El agua estaba fría como el hielo, pero aun así no se llevó el ardor de mi cara. Me volví a sentar en el sofá, y en plenas tinieblas y pleno silencio fui recogiendo poco a poco los pedazos de mi vida. No es que se recogiera gran cosa, pero ésa, al menos, era mi vida. Entonces, fui volviendo con clama a mi ser propio. Lo de que yo sea yo mismo me resulta inexplicable de cara a los demás; aparte de que, ¿a quién le va a interesar el tema?
   Me sentía observado por alguien, aunque tampoco le di mayor importancia al hecho. Cuando te encuentras solo y aislado en una gran habitación, es la sensación que sueles tener.
   Traté de pensar en las células. Como mi mujer había dicho, a fin de cuentas no hay nada que se pierda. Incluso uno mismo sigue ese camino. Presioné tentativamente mi mejilla con la palma de mi mano. Mi propia cara, que yo palpaba en medio de las tinieblas con el cuenco de la mano, no la sentía como mi cara. Era la cara de otro, que había adoptado la forma de la mía. Incluso la memoria me traicionaba. Los nombres de todo lo imaginable se disolvían absorbidos por las tinieblas.
   En plena oscuridad, resonó la campanada de las ocho y media. La nieve había cesado de caer, aunque las densas nubes de siempre velaban el cielo. La negrura era cerrada. Estuve mucho rato hundido en el sofá, mordiéndome las uñas. Ni siquiera alcanzaba a verme las manos. Como la estufa estaba apagada, en la habitación hacía un frío glacial. Me arrebujé en la manta y miré, com sin pretenderlo, tinieblas adentro. Me encontré agazapado en el fondo de un insondable pozo.
   Pasó el tiempo. Corpúsculos de tiniebla configuraban diseños maravillosos en mi retina. Los diseños así formados se desmoronaban al poco tiempo sin ruido, para dar paso a nuevos diseños. Sólo las tinieblas deslizándose, como mercurio, por el espacio tranquilo.
   Frené el curso de mis pensamientos y dejé fluir el tiempo. El tiempo seguía arrastrándome en su flujo. Nuevas tinieblas venían a dibujar nuevos diseños.
   El reloj dio las nueve. Al desvanecerse lentamente en la oscuridad la novena campanada, el silencio se precipitó a colmar la grieta.

En: Cap. VIII. La caza del carnero salvaje (III). La caza del carnero salvaje.


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