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domingo, 2 de septiembre de 2012

Victor Hugo


LOS MISERABLES


[...] Las sociedades humanas tienen lo que en los teatros se llama un tercer subterráneo. El suelo social está todo minado, ya sea para el bien, ya sea para el mal. Existen las minas superiores y las
minas inferiores.

Hay bajo la construcción social excavaciones de todas suertes. Hay una mina religiosa, una mina filosófica, una mina política, una mina económica, una mina revolucionaria.

La escala descendiente es extraña. En la sombra comienza el mal. El orden social tiene sus mineros negros.

Por debajo de todas las minas, de todas las galerías, por debajo de todo el progreso y de la utopía, mucho más abajo y sin relación alguna con las etapas superiores, está la última etapa. Lugar formidable. Es lo que hemos llamado el tercer subterráneo. Es la fosa de las tinieblas. Es la cueva de los ciegos. Comunica con los abismos. Es la gran caverna del mal. Las siluetas feroces que rondan en esta fosa, casi bestias, casi fantasmas, no se interesan por el progreso universal, ignoran la idea y la palabra. Tienen dos madres, más bien dos madrastras, la ignorancia y la miseria; tienen un guía, la necesidad; tienen el apetito como forma de satisfacción. Son larvas brutalmente voraces, que pasan del sufrimiento al crimen. Lo que se arrastra en el tercer subterráneo social no es la filosofía que busca el absoluto; es la protesta de la materia. Aquí el hombre se convierte en dragón. Tener hambre, tener sed, es el punto de partida; ser Satanás es el punto de llegada.





[...] La Restauración había sido una de esas fases intermedias difíciles de definir. Así como los hombres cansados exigen reposo, los hechos consumados exigen garantías. Es lo que Francia exigió a los Borbones después del Imperio.

Pero la familia predestinada que regresó a Francia a la caída de Napoleón tuvo la simplicidadfatal de creer que era ella la que daba, y que lo que daba lo podía recuperar; que la casa de los
Borbones poseía el derecho divino, que Francia no poseía nada.
Creyó que tenía fuerza, porque el Imperio había desaparecido delante de ella; no vio que estaba también ella en la misma mano que había hecho desaparecer a Napoleón.

La casa de los Borbones era para Francia el nudo ilustre y sangriento de su historia, pero no era el elemento principal de su destino. Cuando la Restauración pensó que su hora había llegado, y se supuso vencedora de Napoleón, negó a la nación lo que la hacía nación y al ciudadano lo que lo hacía ciudadano.

Este es el fondo de aquellos famosos decretos llamados las Ordenanzas de Julio. La Restauración cayó, y cayó justamente, aunque no fue hostil al progreso y en su época se hicieron grandes obras y la nación se acostumbró a la discusión tranquila y a la grandeza de la paz.

La Revolución de Julio es el triunfo del derecho que derroca al hecho. El derecho que triunfa sin ninguna necesidad de violencia. El derecho que es justo y verdadero. Esta lucha entre el derecho y el hecho dura desde los orígenes de las sociedades. Terminar este
duelo, amalgamar la idea pura con la realidad humana, hacer penetrar pacíficamente el derecho en el hecho y el hecho en el derecho, es el trabajo de los sabios. Pero ése es el trabajo de los sabios, y otro el de los hábiles. La revolución de 1830 fue rápidamente detenida, destrozada por los hábiles, o sea los mediocres. La revolución de 1830 es una revolución detenida a mitad de camino, a mitad de progreso. ¿Quién detiene la revolución? La burguesía. ¿Por qué? Porque la burguesía es el interés que ha llegado a su satisfacción; ya no quiere más, sólo conservarlo. En 1830 la burguesía necesitaba un hombre que expresara sus ideas. Este hombre fue Luis Felipe de Orleáns.


En lo exterior, 1830 no siendo ya revolución y haciéndose monarquía, se veía obligado a seguir el paso de Europa. Debía, pues, conservar la paz, lo que aumentaba la complicación. Una armonía deseada por necesidad pero sin base es muchas veces más onerosa que una guerra.

Mientras tanto alinterior, pauperismo, proletariado, salario, educación, penalidad, prostitución, situación de la mujer, consumo, riqueza, repartición, cambio, derecho al capital, derecho al trabajo; todas estas cuestiones se multiplicaban por encima de la sociedad, con todo su terrible peso.

Luis Felipe sentía bajo sus pies una descomposición amenazante.
A la fermentación política respondía una fermentación filosófica. Los pensadores meditaban; removían las cuestiones sociales pacífica pero profundamente. Dejaban a los partidos políticos la
cuestión de los derechos, y trataban de la cuestión de la felicidad. Se proponían extraer de la sociedad el bienestar del hombre.

Tenebrosas nubes cubrían el horizonte. Una sombra extraña se extendía poco a poco sobre los hombres, sobre las cosas, sobre las ideas.





[...]¿De qué se compone un motín? De todo y de nada. De una electricidad que se desarrolla poco a poco, de una llama que se forma súbitamente, de una fuerza vaga, de un soplo que pasa. Este
soplo encuentra cabezas que hablan, cerebros que piensan, almas que padecen, pasiones que arden, miserias que se lamentan, y arrastra todo. ¿Adónde? Al acaso. A través del Estado, a través
de las leyes, a través de la prosperidad y de la insolencia de los demás.



La convicción irritada, el entusiasmo frustrado, la indignación conmovida, el instinto de guerra reprimido, el valor de la juventud exaltada, la ceguera generosa, la curiosidad, el placer de la novedad, la sed de lo inesperado, los odios vagos, los rencores, las contrariedades, la vanidad, el malestar, las ambiciones, la ilusión de que un derrumbamiento lleve a una salida; y en fin, en lo más bajo, la turba, ese lodo que se convierte en fuego: tales son los elementos del motín.

Sin duda, los motines tienen su belleza histórica; la guerra de las canes no es menos grandiosa ni menos patética que la guerra del campo.

El movimiento de 1832 tuvo, en su rápida explosión y en su lúgubre extinción, tal magnitud que aún aquellos que lo consideran sólo un motín, hablan de él con respeto.

Una revolución no se corta en un día; tiene siempre necesariamente algunas ondulaciones antes de volver al estado de paz.

Esta crisis patética de la historia contemporánea, que la memoria de los parisienses llama la época de los motines, es seguramente una hora característica entre las más tempestuosas de este siglo.






[...]Los periódicos de la época, que han dicho que la barricada de la calle de Chanvrerie era casi inexpugnable y que llegaba al nivel del piso principal, se equivocaron. No pasaba de una altura de seis o siete pies, como término medio.

Enjolras y sus amigos hicieron dos barricadas, una en la calle Chanvrerie y, contigua a ésta, otra más pequeña en la callejuela Mondetour, oculta detrás de la taberna y que apenas se veía. Los
pocos transeúntes que se atrevían a pasar en aquel momento por la calle Saint-Denis, echaban una mirada a la calle Chanvrerie, veían la barricada y apresuraban el paso.

Cuando estuvieron construidas las dos barricadas y enarbolada la bandera, se sacó una mesa fuera de la taberna; y en ella se subió Courfeyrac. Enjolras transportó un cofre cuadrado que estaba lleno de cartuchos; Courfeyrac los distribuyó. Al recibirlos temblaron los más valientes, y hubo un momento de silencio. Cada uno recibió treinta.

Muchos tenían pólvora y comenzaron a preparar más cartuchos con las balas que se fundían en la taberna. Sobre una mesa aparte, cerca de la puerta, colocaron un barril de pólvora, bien guardado. Entretanto, la convocatoria que recorría todo París a toque de tambores no cesaba, pero había terminado por no ser más que un ruido monótono del que nadie hacía caso.

Concluidas ya las barricadas, designados los puestos, cargados los fusiles, situados los centinelas, solos en aquellas calles temibles por donde no pasaba ya nadie, rodeados de aquellas casas mudas, en medio de esas sombras y de ese silencio que tenía algo trágico y aterrador, aislados, armados, resueltos, tranquilos, esperaron.
En aquellas horas de terrible espera, los amigos se buscaron y en un rincón de Corinto esos jóvenes, tan cercanos a una hora suprema, ¿qué hicieron? Escucharon los versos de amor que
recitaba en voz baja Prouvaire, el poeta.

Pues el insurgente poetiza la insurrección, y era por un ideal que estaban allí; no contra Luis Felipe sino contra la monarquía, contra el dominio del hombre sobre el hombre. Querían París sin rey y el mundo sin déspotas.





[...] La agonía de la barricada estaba por comenzar. De repente el tambor dio la señal del ataque.

La embestida fue un huracán. Una poderosa columna de infantería y guardia nacional y municipal cayó sobre la barricada. El muro se mantuvo firme. Los revolucionarios hicieron fuego impetuosamente, pero el asalto fue tan furibundo, que por un momento se vio la barricada llena de sitiadores; pero sacudió de sí a los soldados como el león a los perros.





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